Renacimiento en Francia

En Francia, la influencia italiana se dejó sentir desde muy temprano, favorecida por la cercanía geográfica, los vínculos comerciales y la monarquía, que ambicionaba anexionar los territorios limítrofes de la península italiana, y lo consiguió en algunos momentos. Sin embargo, el impulso definitivo a la adopción de las formas renacentistas se dio bajo el reinado (1515-1547) de Francisco I. Este monarca, gran mecenas de las artes y aficionado a todo lo que procediera de Italia, protegió a importantes maestros, solicitando sus servicios para la Corte francesa (entre ellos el mismo Leonardo da Vinci, que murió en el Castillo de Cloux), a la vez que emprendió un ambicioso programa de revitalización cultural que revolucionó el desarrollo de las artes en el país. Conviene tener presente que Francia fue la cuna del Gótico y que por tanto este estilo estaba fuertemente arraigado y podía ser visto como un estilo nacional. De ahí que las formas góticas continuaran presentes durante un tiempo, a pesar del nuevo estilo impuesto por la Corte.
En cuanto a la arquitectura, la monarquía, fortalecida y en período de expansión territorial, había patrocinado ya desde el siglo XV la remodelación de los viejos chateaux medievales y la creación de nuevas residencias más acordes con los tiempos. Pero fue precisamente Francisco I el que dio un impulso definitivo a esta operación renovadora, que tuvo varios focos. El primer edificio renacentista en Francia fue el Castillo de Saint-Germain-en-Laye, imponente fortaleza de ladrillo y piedra en la que aparecen pequeños detalles renacientes, dentro de una general sobriedad de aire militar. De estilo más avanzado serán los Castillos del Valle del Loira, conjunto de mansiones para la realeza y la nobleza que muestran los rasgos más característicos del Renacimiento francés: decorativismo de raigambre manierista, recuerdos goticistas en las estructuras, y quizá lo más novedoso: una perfecta integración de los edificios en la naturaleza circundante, como se ve en el grácil puente del Castillo de Chenonceau. El más célebre dentro de este conjunto es el Castillo de Chambord, que presenta grandes audacias estilísticas, como una escalera interna helicoidal. Otros ejemplos de estas residencias suburbanas son los castillos de Amboise, Blois y Azay-le-Rideau.
Además de todas estas realizaciones, Francisco I se embarcó en la que quizá fue la obra fundamental de este período: el Palacio de Fontainebleau, vieja mansión de los reyes franceses que se renovará totalmente. En el edificio en sí, se aprecia ya el triunfo de las formas italianas, aunque adaptadas al gusto francés con sus típicas chimeneas y mansardas. Incluye fragmentos de desbordante creatividad, como la célebre escalera imperial, anticipo de soluciones barrocas. No obstante, quizá lo más destacado del proyecto fue que involucró a creadores de prácticamente todas las disciplinas artísticas, algunos venidos expresamente de Italia como los pintores Francesco Primaticcio o Rosso Fiorentino, el famoso escultor Benvenuto Cellini, o el arquitecto Sebastiano Serlio, importante autor de tratados de arquitectura del que apenas se conocen obras salvo este palacio. Las novedades que se fraguaron aquí trapasarían el ámbito local y darían origen a todo un estilo, el estilo de Fontainebleau, un manierismo refinado al servicio de los gustos aristocráticos.
Tras Francisco I, las formas a la italiana acabaron imponiéndose definitivamente en la arquitectura bajo Enrique II, cuya esposa pertenecía a la familia florentina más poderosa (Catalina de Médicis). Bajo su mandato (1547-1559) se reformó la antigua sede de la Corte en París, el Palacio del Louvre, convirtiéndolo en un moderno edificio de estética plenamente manierista. La reforma fue dirigida por uno de los arquitectos franceses más destacados del momento, Pierre Lescot, que diseñó el gran patio central (Cour Carrée), con características fachadas en las que utiliza el módulo de arco de triunfo clásico. Asimismo, estos monarcas iniciaron la construcción de un nuevo palacio, enfrente del Louvre, el Palacio de las Tullerías, en el que intervino el otro gran arquitecto francés del Renacimiento, Philibert Delorme.

La escultura del Renacimiento en Francia fue también al compás de lo dictado por Italia. Francia dejó de ser ya a finales del siglo XIV el gran centro escultórico de Europa que fue gracias a los talleres catedralicios, situación que continuaría durante el siglo XV, y aún más en el XVI. Es paradójico y a la vez revelador que esta situación coincida con la consolidación progresiva de la institución monárquica, evidentemente deseosa de renovar su imagen y dispuesta a usar el arte como instrumento propagandístico de primer orden. No obstante de la pérdida de hegemonía en este campo, que de todas formas nunca había sido definitiva, surgieron grandes figuras al calor de los proyectos reales; es de destacar el carácter ornamental y decorativo que tuvieron las esculturas, subordinándose al proyeto general de los edificios e integrándose en éstos. Dos fueron los autores más sobresalientes: Germain Pilon y Jean Goujon.
La pintura también experimentó el progresivo declive de las formas góticas tradicionales y la llegada del nuevo estilo. Como se ha señalado, se conocieron en Francia de primera mano las formas pictóricas italianas en el siglo XVI gracias a la llegada de autores muy innovadores, como Leonardo o Rosso Fiorentino. Francisco I impulsó la formación de artistas franceses bajo la dirección de maestros italianos, como Niccolò dell'Abbate o Primaticcio, siendo este último el responsable de la decoración del palacio de Fontainebleau y la organización de las fiestas de la Corte, y teniendo por tanto a sus órdenes a muchos artesanos y artistas. Esta convivencia de talentos, escuelas, disciplinas y géneros dio origen a la llamada escuela pictórica de Fontainebleau, una derivación del manierismo pictórico italiano que incide en el erotismo, el lujo, los temas profanos y las alegorías, todo ello muy del gusto de su clientela principal, la aristocracia. La mayor parte de los artistas de Fontainebleau fueron anónimos, precisamente por esa integración de las artes que se propugnaba y por el magisterio de los artistas consagrados. No obstante, conocemos los nombres de algunos pintores, figurando Jean Cousin el Viejo o Antoine Caron entre los más destacados. Sin embargo, el pintor francés más importante de la época, a a vez que uno de los grandes retratistas de todos los tiempos, aunque gran parte de su obra se haya perdido, fue François Clouet, que superó a su padre, el también apreciable Jean Clouet, en la fiel plasmación de la vida de los poderosos de la época, con una profundidad psicológica y brillantez formal cuyo precedente hay que buscarlo en Jean Fouquet, gran pintor del siglo XV aún en la órbita del Gótico.



La Resurrección, obra de Germain Pilon.

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